«Covid-19 o la transformación de las personas»

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Ni en las mejores novelas de ciencia ficción, como La peste de Albert Camus, Distancia de Rescate de Samanta Schweblin o la película Doce monos de Terry Gilliam, entre muchísimos otros ejemplos, hubiéramos imaginado estar en unas condiciones similares a la de los protagonistas. Una vez más la realidad es más dura que cualquier ficción, ya que en la ficción, si te agobias, cierras el libro o apagas la televisión y sigues con la realidad personal.

A mí esta distopía social me cogió desprevenida como a muchos de nosotros el pasado 10 de marzo de 2020 a las 10.30 horas , en un supermercado de mi localidad. Iba en concreto a por dos o tres bricks de leche y a por algo de fiambre de pavo. El primer indicio de que algo estaba pasando, y que a mí se me escapaba, fue la dificultad para aparcar. Es un parquin, el de este supermercado, que es amplio y que nunca está completo. El martes 10 era una quimera poder dejar el coche. Así que esperé a que se quedara algún hueco libre.

Después de aparcar cogí un carro-cesta y mi bolsa de rafia. Me iba encontrando personas con los carros llenos hasta los topes; también me encontré con una amiga que me informó de que las colas de espera para las cajas llegaban hasta la pescadería, es decir, alrededor de veinticinco metros de espera. ¡No!, es broma, ¿verdad?, no es viernes y no es final de mes. No hay celebraciones masivas de Navidad, Semana Santa, Fiestas Patronales… No entendía nada; puede ser que yo, según soy, viva en la inopia, pero la realidad es que allí estaban: todas las cajas abiertas, con sus correspondientes hileras de gente, con sus carros llenos, con alguna que otra mascarilla, con mucho guante de látex puesto. Los estantes medio vacíos. Sin huevos, sin papel higiénico, sin arroz… ¡Nos hemos vuelto locos!

Alguien me dijo, “Vamos a morir todos”, ya, sí, eso lo sé. Pero ¿cuándo?, ¿ahora mismo? Entonces, ¿para qué necesitamos hacer compra? En mi deambular físico y mental, no me creía lo que estaba viendo. Estuve al menos quince minutos sorteando gente y carros entre los pasillos del supermercado, había personas con gesto preocupado, mirando hacia el suelo. Caí entonces en la cuenta de la medida de emergencia sanitaria dictada el día anterior, el lunes 9 de marzo, para cerrar escuelas infantiles, colegios, centros de mayores… a partir del miércoles 11 de marzo, y pude comprender, al menos, el caos que se había producido.

Alguien me dijo, “Vamos a morir todos”, ya, sí, eso lo sé. Pero ¿cuándo?, ¿ahora mismo?

No obstante, seguía deambulando por los pasillos. Cogí número en la pescadería, tenía delante cinco turnos. Desistí de esperar. Las personas que estaban delante de mí hacían pedidos interminables para congelar, digo yo, en estos días. Estaba inmersa en una vorágine mental que captó mi propio “estado de emergencia”, entré en la psicosis colectiva y también empecé a echar en el carro algunos productos. Entre ellos, leche.

Me puse a hacer cola pacientemente para mi turno en la caja. Mandé un lacónico WhastApp a mi familia, “llegaré tarde”.

Según me aproximaba a la caja, un señor que estaba detrás de mí me preguntó, “¿Tiene usted perro?”, “Sí”, contesté. “¿Es grande?”, seguía preguntando amablemente el señor, “No, mediano”, respondí. He de reconocer que en estos momentos que alguien se interese por cosas triviales como preguntarte si tienes o no perro, se agradece, quita tensión.

“Perdone, pero ¡lleva el carro lleno de comida para perros!, ¿es eso lo que venía a comprar?” Miré el carro incrédula y, salvo los tres bricks de leche, de lo que estaba lleno el carro era de ¿doce?, ¿catorce sacos de los grandes de comida canina? ¡Oh, oh! “Bueno, sí”, le contesté, comparto la comida con mi perro; es sana, no hay que guisar y además es una muy buena dieta para adelgazar”, mentí como una bellaca, con tal de no admitir que en mi inmensa abstracción, sólo había sido capaz de coger los sacos de pienso.

Cada vez estoy más habituada a andar a cuatro patas, oler todos los rincones y los culos de otros perros, lamer las manos de mi familia

Vi de reojo como, personas que nos estaban escuchando, dejaban el carro en la fila y se iban a por un saquito pequeño de comida perruna… Yo no sabía dónde meterme.

Llevo confinada desde entonces, con las reservas que tenía en la despensa y compartiendo el pienso con mi perro.

Cada vez estoy más habituada a andar a cuatro patas, oler todos los rincones y los culos de otros perros, lamer las manos de mi familia (todavía no estoy en condiciones de oler sus culos), tumbarme en la colchoneta y pedir caricias a mis amos. Las mascotas no contagiamos el coronavirus y eso me encanta, porque puedo sentir el tacto y el cariño que tanto necesito.

Llegará el final de todo esto y, estoy segura, de que los humanos habrán (habremos) aprendido algo importante, si no, de verdad, que seguiré siendo perro.

 

Yolanda R. Herranz @MyolRh

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